05/04/10

LA SHOÁ DE RATZINGER



«Tomar la palabra en este lugar de horror, de acumulación de crímenes contra Dios y contra el hombre que no tiene parangón en la historia, es casi imposible; y es particularmente difícil y deprimente para un cristiano, para un Papa que proviene de Alemania. En un lugar como este se queda uno sin palabras; en el fondo sólo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios: ¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto?» 28 de mayo de 2006. Auschwitz-Birkenau. El Papa Benedicto XVI rinde homenaje a aquello que está más allá de verbalización: la Shoah, eso a lo cual impropiamente solemos designar como Holocausto, y que es el acontecimiento único -y, por ello, sagrado para todos, más allá de creencias y de no creencias-, único al menos en la historia de la cual tenemos conocimiento, en el cual una fracción de la especie humana acometió hasta el fin la tentación más monstruosa de la especie: fijar fronteras a lo humano y exterminar a todo sujeto -a todo- que no quedase incluido en su catálogo. Borrar su nombre.

No es un proyecto humano, en el sentido propio. Es la consagración de una teología perversa: la que, erigiendo en Dios único el Mal, procede a clasificar todo cuanto existe en función de su absoluto arbitrio. El nazismo fue la última gran religión de suplencia, sólo podía existir ejecutando el proyecto sacrificial que hiciera comenzar la historia desde cero: reducir a ceniza a aquellos sobre los cuales cargó la culpa de ser el metafísico enemigo intemporal del hombre nuevo y, como tal, menos que bestias: «No es verdad -declara a Hermann Rauschning, en 1933, un Adolf Hitler recién llegado al poder-, no es verdad que yo considere al judío un animal... El judío es un ser ajeno al orden natural, un ser fuera de naturaleza». Debe ser erradicado, igual que se erradica un virus: «Si llamo al ario hombre, debo dar al judío un nombre diferente». ¿Quién tendría reparos para fumigar una molesta plaga? Esa es la inmensidad indecible de la Shoah. No la muerte en masa; la desposesión del nombre de hombre a los que mueren. Y hay en ello una lección atroz e imprescriptible: esto somos los humanos; contra la tentación de esto, somos humanos. Y eso prohíbe olvidar Auschwitz. Nadie ha expresado mejor que el rabino Fackenheim la entidad teológica de ese imperativo: «En la historia en la que Auschwitz es accidental Dios está muerto, y en la historia en la que es esencial está vivo».

Se puede decir también de otra manera. La del viejo teólogo que invoca en 2009 a Isaías: «Yo les daré en mi casa y en mis murallas un monumento y un nombre...; les daré un nombre eterno que jamás será borrado». El teólogo se llamó Ratzinger, antes de ser Benedicto XVI. Habla en el Yad Vashem de Jerusalén, Memorial del Holocausto. Más sucinto que en Auschwitz. Igual de intenso. Teológicamente, quizá más hondo de lo que lo haya sido nunca. Porque habla de aquellos a los cuales no sólo se quiso quitar la vida, sino, mucho más allá de la vida, su nombre mismo de hombres. El nombre, en cuya afirmación reside lo sagrado: «Perdieron sus vidas -anota-, pero no perderán sus nombres». Es la última esperanza del teólogo torturado por Auschwitz: «En el fondo sólo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios: ¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto?» Y el Pontífice que comenta a Isaías ante el más duro lugar de recuerdo de la especie humana, sabe que no hay palabras para hablar de eso. Sólo silencio sagrado: Yad Vashem: «yad, memorial; shem, nombre». Silenciosa lucha contra el olvido.


GABRIEL ALBIAC

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