Fue Pierre Bérégovoy quien dio la cara. Pero él era sólo eco del amo de las sombras. Una fe enferma lo ataba al Presidente. Ni una coma alteraría de lo por éste dictado. Admiración extraña, la del modesto Béré hacia aquel tenebroso François Mitterrand que, nacido a la política con los fascistas Croix de Fer del coronel de la Roque, jamás toleró que principio moral alguno interfiriera su triunfal travesía por toda ideología política rentable.
Mediaban los ochenta. Le Pen contaba con un violento grupo de gamberros nazis a su servicio. Y un índice electoral de risa. De pronto, comenzó a convertirse en estrella de la televisión pública. Al principio, pareció una anécdota. Luego, el mimo mediático con que la administración socialista dio en tratarlo no dejó duda: Le Pen se había convertido en pieza clave de la estrategia mitterrandiana. Pero fue, claro está, al servicial Bérégovoy a quien le tocó dar la cara. Para que se la partieran. 21 de junio de 1984.
En el curso de una reunión con periodistas afines, F.-O. Giesbert, biógrafo oficial de Mitterrand, plantea la agria pregunta. ¿Por qué promocionan así los socialistas al último nazi de Francia? Y el gris Bérégovoy, el hombre de la fidelidad inmaculada, el que nueve años después preferirá el suicidio a tener que dar cuentas de los enjuagues financieros de su partido, les transmite la idea genial, de cuya aplicación el Presidente le ha hecho ejecutor. Cito la transcripción literal de un Giesbert estupefacto: «Tenemos el mayor interés en promocionar al Frente Nacional, porque hace inelegible a la derecha. Cuanto más fuerte sea el Frente, más invencibles seremos nosotros. Es la oportunidad histórica de los socialistas ». Lo que vino después está en los libros. Y en las hemerotecas. Y en el presente político de Francia.
Le Pen creció, en efecto. Vertiginosamente. No en el sentido previsto. Al poco, había devorado el electorado obrero de las periferias urbanas comunistas. Enseguida, pasó a erosionar el electorado socialista. Hasta disputar un día la segunda vuelta de las presidenciales. El desgaste de la derecha no se produjo. La descomposición de la izquierda tocó fondo. Lo peor: Francia asistió a lo impensable; la consolidación de un partido nazi, anclado en el voto obrero.
No sorprendió a los historiadores, eso. Había sido igual en 1934; cuando una escisión obrerista del PCF dio origen al partido nazi en Francia. Juegan ahora a eso los estrategas de esa pobre cosa, cada vez más descerebrada y sonriente, llamada Zapatero. Una emergencia neofranquista fuerte, profetizan, hundiría electoralmente al PP y blindaría el rancio sueño felipista de un PSOE perpetuo: apostemos todo a eso. Si no queda franquismo, lo inventamos. Y no, no es que estén locos. Es que van al suicidio. Llevándose, de paso, al país por delante.
GABRIEL ALBIAC (2005)
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