11/12/09

LITTELL


Se llama Littell, es judío, ha escrito una novela de nazis y vive en Barcelona, que es donde la confusión ha consumado su obra maestra. Ahora se le va la vida repitiendo entrevistas.

-Un soldado israelí no es mejor persona que un nazi.

Con una frase así, si eres judío, ya puedes echarte a dormir a la bartola, pues la industria progre se encargará de proporcionarte el resto: dinero de bolsillo, fama de intelectual y un prestigio antifascista para andar por Barcelona, donde fascistas son siempre los otros. Zweig no sabía de un prejuicio más falso que aquel según el cual la verdadera y típica finalidad de la vida de un judío consiste en hacerse rico: el deseo propiamente dicho del judío, su ideal inmanente, es, decía él, ascender al mundo del espíritu, a un estrato cultural superior. Para Littell, Barcelona, donde la frase «un soldado israelí no es mejor persona que un nazi» es el equivalente intelectual a una gambeta de Messi.

A los expertos se les hacen los dedos huéspedes con Littell:

-Pues en Europa ya ha vendido un millón de ejemplares de su novela de nazis...


El mito de los nazis cultos que luego se ponían una guerrera y mataban mucho está muy arraigado entre los progres, que vuelven loco a Littell con el asunto. Littell, el hombre, no se cansa de contestar que la cultura no hace que uno sea más majo, cosa que ya tenía dicha, pero más bellamente, Sloterdijk, sólo que su conferencia debe de ocupar la centésima parte que la novela de Littell, premiada con el Goncourt por la progresía francesa, tan aficionada a los «niños terribles», y Littell lo es. Ahí es nada, un soldado israelí a la altura de un doberman nazi.

¿Puede el Holocausto equipararse a los crímenes de otros pueblos? Habermas, tótem de los progres viejos, respondió en su momento que no, mientras el New York Times -ya saben, ese periódico católico patrocinado por judíos para chasquear a los protestantes- ensalzaba como «conciencia de la nación» alemana a Günter Grass, que todavía no se había sentado a pelar la cebolla.

Y el caso es que, para entender el fenómeno nazi, toda la novela de Littell no vale lo que la simple observación que, al borde de las lágrimas, se hizo el piloto que acompañaba a Galbraith a los interrogatorios de los jerarcas nazis, una banda de «burros cabeceantes», según Speer, bañados en drogas y alcohol:

-¿Quién iba a pensar que estábamos haciendo la mayor guerra de la historia contra ese puñado de lelos?


IGNACIO RUIZ-QUINTANO

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