04/11/09

EL HOMBRE QUE ESCRIBE



En los tristes trópicos, el caudillo nambikwara se sentaba horas enteras frente al joven forastero, pálido y larguirucho, que empleaba la mayor parte de su ocioso tiempo en trazar líneas y dibujos sobre un cuaderno abierto. El joven extranjero había llegado hacía ya un buen tiempo, acompañado por otro par de tipos con los que compartía palidez y lengua extraña. Era educado y amable; lo eran también sus compañeros. Los nambikwara son -eran- gentes hospitalarias y afables. Los aceptaron. Aunque sus extraños modos de perder el tiempo no podían sino resultarles carentes de la menor lógica o sentido. Y aquel, el larguirucho, se paraba cada dos pasos para hacer aquellas rayas sobre un objeto que sacaba del bolsillo.

El caudillo nambikwara descubrió muy pronto que aquel era el específico rito que consagraba la jefatura del tipo pálido ante sus hermanos de piel y lengua. Al cabo de una semana, se sentó enfrente de él, tomó un palito de dimensión semejante a la del que el extraño visitante utilizaba, y comenzó a trazar sus propias rayas en el suelo. Tanto tiempo cuanto lo hacía el otro sobre su cuaderno abierto. Pasados un par de días, un joven nambikwara se acercó a los dos, se acuclilló y empezó a repetir lo que hacía el jefe. El jefe le propinó un fuerte bastonazo en la cabeza y lo expulsó de allí con cajas destempladas. Nunca más ningún miembro de la tribu osó copiar el rito. Era el rito de jefatura. De un modo misterioso, el gesto nambikwara repetía la certeza que un griego formuló dos mil cuatrocientos años antes: que la escritura es poder y que el poder no se comparte.

A su vuelta a París, el joven larguirucho contó la historia de aquel jefe nambikwara en un libro que iba a revolucionar el pensamiento del siglo veinte europeo. Y Claude Lévi-Strauss inicia su camino en la leyenda. Su camino en la escritura. Ese que nunca acaba.


GABRIEL ALBIAC

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