15/04/10

ABUSAR DE LA MEMORIA



Es demasiado obscena la fotografía. Pancartas que hacen de la memoria de los muertos refugio para un juez no muy escrupuloso con las leyes. ¿Dice verdad alguna la memoria de los hombres? Sí. La verdad del afecto, los afectos, de aquel que rememora. Y nada fuera de eso. Quien recuerda una pena nos conmueve, porque es suya. Nada más. Y, en lo incomunicable, da síntoma del dolor humano. Universal. Y el respeto que se le debe es tan hondo cuanto lo es el silencio del que sufre. Porque quien de verdad sufre jamás trocará ese absoluto suyo en triste calderilla palabrera. Luis Cernuda lo da en uno de esos momentos de intuición perfecta a los cuales llamamos poesía: «Pero, como el amor, debe el dolor ser mudo». O bien, dejar de serlo. De ser dolor. Y aceptar ser escena. Escena desasosegante de esas gentes -puede que bienintencionadas- con pancarta ante la Audiencia, haciendo de sus muertos trinchera para un juez dudoso. Como se hace empedrar con los cuerpos congelados de los camaradas muertos el suelo de las trincheras sobre el cual caminan los soldados del sobrecogedor relato de Rudyard Kipling acerca de la guerra del 14.

He conocido a gentes que sufrieron más de lo que un humano debiera tener que sufrir en esta puta vida. A gentes cuyas vidas fueron rotas, aun antes de nacer, por la dictadura franquista. Algunas me son demasiado cercanas para atreverme a evocar la dimensión de sus tragedias. Y claro que sé que tragedias paralelas las ha habido en la orilla opuesta.
Y claro que sé que existe incluso algún caso biográfico en que el nombre del gestor de las tragedias de unos y otros es el mismo; el mismo ilustre nombre de padre de la escénica España en que vivimos: Santiago Carrillo. Sé con qué mi memoria me conmueve. Sé que esa conmoción morirá conmigo. Sé también que no soy lo bastante necio -o lo bastante ingenuo, o lo bastante cínico- como para confundir mis conmociones con la realidad histórica. A la hora de conmoverse, a la hora de maldecir o sollozar, uno debe cerrar la puerta de su casa con doble vuelta de llave. El dolor exhibido es sólo obsceno. Y miente. Siempre.

Hagan la historia los historiadores. Cumplan la ley los jueces. Sepamos, quienes moriremos con nuestra memoria a cuestas, que nada es más nuestra verdad -la de nosotros, cada uno, pobres cúmulos de muerte acumulada, quevedianas «presentes sucesiones de difunto»- que esa callada estancia arrebatada al curso común del tiempo; que nada humilla más que dar rango de objetual verdad histórica a lo que por sernos lo más íntimo nos es lo más sagrado. Hagan la historia los historiadores. Distantes, fríos, ajenos a cuanto sucedió: llevo toda mi vida de historiador de la filosofía enseñando a mis alumnos que jamás se historia a menos de tres siglos de distancia; no voy a engañarme en esto.

Las gentes que más sufrieron -algunas de ellas me son muy cercanas, demasiado para poder siquiera nombrarlas- callan. Muy raramente, en instantes milagrosos de intimidad blindada, susurran metafóricas elipsis de su drama. Hablemos de otra cosa. Hace unos pocos años fue descubierto un farsante español que se fingía víctima y superviviente de Auschwitz. «¿Cómo lo descubrísteis?», pregunté a un amigo judío. «Hablaba de Auschwitz todo el tiempo. Los de Auschwitz nunca cuentan nada». Los pocos que, en la soledad más intratable, narraron -Antelme, Améry, Primo Levi...- retazos de aquello, pagaron, en distintos modos, con sus vidas. Contar en alta voz es siempre alzar escena y artificio. Escena: pancartas, horribles barricadas de muertos, en defensa de un juez dudoso. No incluyan a los míos. Es demasiado obsceno. Demasiado.


GABRIEL ALBIAC

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