03/01/10

BAUHAUS



La tumba de Maimónides, en Tiberíades, se alza sobre uno de los numerosos promontorios que dominan el mar de Galilea. Es un modesto mausoleo de piedra parda, semicilíndrico, de poco más de un metro de alto, en mitad de una plazoleta circular coronada por una especie de cúpula hecha de vigas de hierro a la vista. Nada espectacular, si se considera que alberga los restos del más grande de los pensadores judíos de la Edad Media (nacido, por cierto, en Córdoba, hacia 1135). El judaísmo recela de los cultos sepulcrales, en los que ve un atisbo de idolatría, y ello explica que el lugar no sea frecuentado salvo por algún turista ocasional, como es mi caso. Al abandonar la plazuela, por uno de los accesos laterales, lo veo, de repente, al otro lado de la calzada. Un edificio de dos plantas, viejo y deteriorado, enteramente realizado en cemento, lo que muchos llamarían despectivamente una caja de zapatos. Me sorprende encontrarlo tan al norte, o sea, tan lejos de Tel-Aviv, en cuyo paisaje urbano encajaría a la perfección, pero me digo que a Maimónides, un filósofo aristotélico que amaba la razón, no le habría disgustado saber que un oscuro arquitecto del siglo XX construiría, en las inmediaciones de su casa para la eternidad, una casa temporal ajustada a pautas racionalistas y a geometrías rectilíneas.

He vuelto a Israel en los días finales del año del centenario de la fundación de Tel-Aviv, ciudad que siempre me recuerda que no toda la cultura del pasado siglo consistió en feísmo, horror y desconcierto. Ahora está de moda emprenderla con la modernidad agonizante por cualquier motivo. El medievalista Michel Pastoreau, uno de los ensayistas más leídos en Francia, ha arremetido recientemente contra la Bauhaus, arguyendo que ésta subvirtió todos los códigos tradicionales del color, de los que no habría entendido nada, pero, a mí, ese racionalismo todavía humanizado me sigue conmoviendo, porque quiso ofrecer soluciones a las necesidades de la gente y no como el racionalismo pleno, que vendría después a exaltar la genialidad de los autores de casas carísimas e inhabitables, las máquinas para (mal) vivir de Le Corbusier, por ejemplo.


El período heroico e inventivo de la Bauhaus abarca los años de la república de Weimar. Tras el ascenso al poder de Hitler, que odiaba aquella arquitectura democrática y «judía», los miembros de la escuela y sus discípulos marcharon al exilio. Muchos de ellos -no sólo alemanes, sino también polacos y rusos- emigraron a la antigua Palestina, entonces bajo el mandato británico, donde los pioneros sionistas trataban de sentar las bases de una sociedad libre e igualitaria. Construyeron por todo el país, pero su obra fundamental fue la nueva Tel-Aviv que levantaron desde 1935, realizando así el proyecto auspiciado diez años atrás por el alcalde Dizzengof, que había encargado a Sir Patrick Geddes elaborar el plan urbanístico para la expansión del enclave surgido en torno al pequeño puerto de Jaffa. El ideario de Geddes propiciaba la contención y el límite. Pensaba que las ciudades, desde sus fases primitiva (eópolis) y clásica (polis), degeneraban en megalópolis condenadas a convertirse finalmente en necrópolis. Como Maimónides, Geddes era un aristotélico que no creía en repúblicas perfectas y eternas.

Los exiliados de la Bauhaus crearon una ciudad imperfecta pero hermosa, alegre y acogedora, que alienta aún bajo el colosalismo posmoderno del skyline de la Tel-Aviv actual, dando testimonio de que la razón y la democracia no están reñidas en absoluto con la intensidad de la vida comunitaria ni, menos aún, con la belleza.


JON JUARISTI

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